Madurar implica salir de la cárcel del yo. Significa perder esa ilusión que rodea la vida del bebé: basta con pedir para que una necesidad o un deseo sea satisfecho. Cuando poco a poco vamos renunciando a esa fantasía, también nos vamos haciendo conscientes de una hermosa posibilidad: la aventura de explorar el universo de los demás. Si todo sale bien, aprendemos a preservar el yo y a alcanzar el tú.
Con el proceso de maduración se va comprendiendo que los sacrificios y las restricciones son necesarios para alcanzar logros. Y que comprometerse con un objetivo, o con una persona, no es una limitación de la libertad, sino una condición para proyectarse mejor y a más largo plazo.
Tendencia a culpar a los demás
Los niños se asumen a sí mismos como seres dirigidos por otros, que no actúan a voluntad. En gran medida lo son, en tanto están en un proceso de formación y de inserción en la cultura. Mientras son pequeños, creen que el error debe llevar a la culpa. No les importa tanto el daño que hicieron, sino el castigo o la sanción que puedan imponerles.
Crecer es salir de ese estado de dulce irresponsabilidad. Madurar es ir entendiendo que somos los únicos responsables de lo que hacemos o dejamos de hacer. Aprender a reconocer los errores y sacar de ellos nuevos aprendizajes. Saber reparar los daños. Saber pedir perdón.
Establecer lazos de dependencia
Para las personas inmaduras, los demás son un medio y no un fin en sí mismos. Así, como medios que son, en su óptica, los necesitan. No necesitan a los demás porque los quieren, sino que los quieren porque los necesitan. De ahí que suelan construir lazos en los que hay fuertes dependencias.
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